La historia falsificada es un muro de piedra interpuesto entre nosotros y el pasado argentino. Romper ese muro es la tarea inicial de nuestra liberación.
Supongo que para nadie es un secreto que la Argentina no es dueña de su destino, que no tenemos después de casi dos siglos de la independencia soñada por el pueblo de Mayo, que fuertes y poderosos intereses nos presionan de manera decisiva. Y eso no se debe -o por lo menos no se debe exclusivamente- al poder de esas presiones exteriores ni a nuestra debilidad material. No basta con decir que somos un país subdesarrollado y quedarnos contentos. La distinción fundamental de los países no está en el grado de su desarrollo material. Hay países de economía pobre a quienes nadie se los lleva por delante y hay países de grandes riquezas reales o potenciales que son verdaderas colonias de intereses foráneos. Ése es, en líneas generales, el caso nuestro.
Somos una colonia material porque hemos sido colonizados espiritualmente, porque se ha falsificado nuestra historia para que no seamos una nacionalidad. Somos una colonia sin justicia social ni libertad ni democracia ni patria. En las colonias la regla es la desigualdad social; en las colonias la libertad es para pocos, la democracia no tiene demos, la patria no es la comunidad de quienes habitan un mismo suelo, tienen modalidades semejantes, una misma tradición y los une el fuerte vínculo de una fraternidad, sino que la patria es una entelequia que se expresa en abstracciones y se siente como las ventajas de cada uno, porque en suma son las ventajas para los de afuera, porque ellos sí que están unidos. Ése es el drama, el hondo drama de los argentinos; es el drama de todos los países que están en la etapa colonial de su cultura: Se les ha torcido la historia para torcerles su destino.
No es culpa de los de afuera; es culpa nuestra porque los factores de dependencia, de colonialismo, son internos. No es posible una dominación foránea si no hay una paralela voluntad de sometimiento en los nativos. La voluntad de colonia está adentro y se manifiesta en una concepción distinta de la Patria que hace posible, y hasta conveniente y necesaria, la intromisión extranjera. Dos argentinas que no podían comprenderse, que fueron antagónicas porque necesariamente no podían dejar de serlo, chocaron desde los albores mismos de la Independencia: La Argentina para pocos y la Argentina para todos; la Argentina como entelequia expresada en generosas abstracciones y la Argentina real y viva que estaba en los hombres y las cosas de la tierra. Aquélla, una factoría de intereses materiales; ésta, una Patria que era por sobre todo un vínculo espiritual. Esta oposición la encontramos en las jornadas iniciales de la Revolución: En los orilleros levantándose contra los doctores de la Junta la noche del 5 al 6 de abril de 1811, en los montoneros del Litoral con Artigas a la cabeza alzándose contra los directorios de Buenos Aires, en los federales contra los unitarios en los años de Rivadavia y de la Confederación Argentina de Rosas.
Ambas líneas se prolongan hasta nuestros días. Siempre encontraremos en el fondo de nuestras luchas civiles o discrepancias políticas el enfrentamiento de una clase que quiere mantener su posición de grupo dominante apoyándose en intereses foráneos contra una mentalidad nacional que busca en el Pueblo mismo la liberación de la Argentina. Esa clase dominante que no es una aristocracia, porque las aristocracias se dan en función del pueblo, sino una oligarquía que vive de espaldas al Pueblo, sorda y ciega para pura realidad que no sea la de afuera. Esa clase extranjerizada -digo- que fue preeminente en la segunda mitad del siglo pasado, pero que hoy debemos reconocer se bate en retirada, es la que impusó la historia que todavía se enseña a los argentinos. Concluir con esa historia falsificada para recobrar el Espíritu Nacional es la tarea del revisionismo histórico, una revolución cultural que nos llevará a la Argentina dueña de sus destinos que todos anhelamos, porque no tendremos Patria mientras no sepamos realmente nuestra historia. Ése es nuestro propósito.
Supongo que para nadie es un secreto que la Argentina no es dueña de su destino, que no tenemos después de casi dos siglos de la independencia soñada por el pueblo de Mayo, que fuertes y poderosos intereses nos presionan de manera decisiva. Y eso no se debe -o por lo menos no se debe exclusivamente- al poder de esas presiones exteriores ni a nuestra debilidad material. No basta con decir que somos un país subdesarrollado y quedarnos contentos. La distinción fundamental de los países no está en el grado de su desarrollo material. Hay países de economía pobre a quienes nadie se los lleva por delante y hay países de grandes riquezas reales o potenciales que son verdaderas colonias de intereses foráneos. Ése es, en líneas generales, el caso nuestro.
Somos una colonia material porque hemos sido colonizados espiritualmente, porque se ha falsificado nuestra historia para que no seamos una nacionalidad. Somos una colonia sin justicia social ni libertad ni democracia ni patria. En las colonias la regla es la desigualdad social; en las colonias la libertad es para pocos, la democracia no tiene demos, la patria no es la comunidad de quienes habitan un mismo suelo, tienen modalidades semejantes, una misma tradición y los une el fuerte vínculo de una fraternidad, sino que la patria es una entelequia que se expresa en abstracciones y se siente como las ventajas de cada uno, porque en suma son las ventajas para los de afuera, porque ellos sí que están unidos. Ése es el drama, el hondo drama de los argentinos; es el drama de todos los países que están en la etapa colonial de su cultura: Se les ha torcido la historia para torcerles su destino.
No es culpa de los de afuera; es culpa nuestra porque los factores de dependencia, de colonialismo, son internos. No es posible una dominación foránea si no hay una paralela voluntad de sometimiento en los nativos. La voluntad de colonia está adentro y se manifiesta en una concepción distinta de la Patria que hace posible, y hasta conveniente y necesaria, la intromisión extranjera. Dos argentinas que no podían comprenderse, que fueron antagónicas porque necesariamente no podían dejar de serlo, chocaron desde los albores mismos de la Independencia: La Argentina para pocos y la Argentina para todos; la Argentina como entelequia expresada en generosas abstracciones y la Argentina real y viva que estaba en los hombres y las cosas de la tierra. Aquélla, una factoría de intereses materiales; ésta, una Patria que era por sobre todo un vínculo espiritual. Esta oposición la encontramos en las jornadas iniciales de la Revolución: En los orilleros levantándose contra los doctores de la Junta la noche del 5 al 6 de abril de 1811, en los montoneros del Litoral con Artigas a la cabeza alzándose contra los directorios de Buenos Aires, en los federales contra los unitarios en los años de Rivadavia y de la Confederación Argentina de Rosas.
Ambas líneas se prolongan hasta nuestros días. Siempre encontraremos en el fondo de nuestras luchas civiles o discrepancias políticas el enfrentamiento de una clase que quiere mantener su posición de grupo dominante apoyándose en intereses foráneos contra una mentalidad nacional que busca en el Pueblo mismo la liberación de la Argentina. Esa clase dominante que no es una aristocracia, porque las aristocracias se dan en función del pueblo, sino una oligarquía que vive de espaldas al Pueblo, sorda y ciega para pura realidad que no sea la de afuera. Esa clase extranjerizada -digo- que fue preeminente en la segunda mitad del siglo pasado, pero que hoy debemos reconocer se bate en retirada, es la que impusó la historia que todavía se enseña a los argentinos. Concluir con esa historia falsificada para recobrar el Espíritu Nacional es la tarea del revisionismo histórico, una revolución cultural que nos llevará a la Argentina dueña de sus destinos que todos anhelamos, porque no tendremos Patria mientras no sepamos realmente nuestra historia. Ése es nuestro propósito.
José María Rosa
TRANSCRIPTO DEL LP “EL REVISIONISMO” DE 1969
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